ERASE UNA VEZ UN ESPEJO




En el Bosquemedio, en la ciudad arbórea de palos, hace muchos años, vivía una pareja de esposos con su pequeña niña. Estaban dedicados al cultivo de frutas y hortalizas, por lo que eran de condición mediana. La esposa, era una mujer sumamente hermosa y de igual forma, ingenua.

Sin embargo, hubo un año en que las cosechas fueron muy malas por lo que el marido tuvo que partir lejos de Palos, a buscar trabajo. Su ausencia fue prolongada, pero al regresar lo hizo con dos regalos: A la niña le llevó una pequeña muñeca y a la mujer, un espejo de plata.
La mujer miró el espejo encantada, puesto que nunca había visto un objeto similar. Quedó fascinada y sorprendida cuando, al mirarlo y reflejada en él, contempló a una joven y alegre muchacha a la que no conocía.

-          Míralo y dime ¿Qué ves? - le preguntó el marido.
-          Veo a una hermosa joven que me mira y mueve los labios como si quisiera hablarme ¿Quién es esta mujer? - El marido rió mientras le decía:
-          ¿No te das cuenta de que este es tu rostro? Se llama espejo y en la ciudad es un objeto muy corriente.

La mujer quedó encantada con aquel maravilloso regalo, guardándolo con sumo cuidado en una cajita de madera. Como lo consideraba un objeto misterioso, solo lo sacaba para contemplarse muy raras veces. No conocía su magia pero entendió que, en él, aparecía su propia imagen. Era un regalo de amor, y los regalos de amor siempre son sagrados. Durante muchos años, lo tuvo siempre escondido.

Los años pasaron y un día de invierno, la mujer enfermó. Su salud, que había sido siempre frágil y delicada, no resistió el frío extremo de ese año. Presagiando su fin, tomó la caja del espejo y sonriendo, se la dio a su hija quien se había convertido una bella joven, extraordinariamente parecida a ella, y le dijo:

-          Pronto dejaré de estar aquí, pero no te entristezcas. Debes prometerme que mirarás este espejo todos los días. Me verás en él y te darás cuenta de que, aunque lejos, siempre estaré velando por ti. –

Al morir la madre, la muchacha cumplió a diario lo prometido. Miraba el espejo y en él veía la cara de su madre, tan hermosa y sonriente como cuando estaba bien. Con ella hablaba y a ella le confiaba sus penas y sus alegrías; y aunque su madre no le decía ni una palabra, siempre le parecía que estaba cercana, atenta y comprensiva.

Jamás dudó que el rostro reflejado en la chapa reluciente no fuese el de ella. Hablaba a la adorada imagen, convencida de ser escuchada.

Un día el padre le sorprendió, en la ventana, mientras murmuraba al espejo palabras de ternura.

-          ¿Qué haces, querida hija? - le preguntó.
-          Miro a mamá. Fíjate en ella, no se le ve pálida y cansada como cuando estaba enferma,  parece más joven y sonriente... –

El padre quedó tan emocionado que nunca se atrevió a decirle que, a quién contemplaba todos los días en el espejo, era a ella misma y que, tal vez por la fuerza del amor, se había convertido en la fiel imagen del hermoso rostro de su madre.

Y así, mi palabra, fue rodando como piedra en torrente. He narrado para la memoria de la buena gente.

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