EL LADRON DE TOROS

Autor: J. J. Nuñez

En una noche oscura, Miros Kubal, decidió robar un magnífico toro del establo de la tribu vecina. Se en­caminó hacia allí, donde durmió al perro guardián con un somnífero, apartó los matorrales espinosos de la cerca, abrió la puerta silenciosamente, pasó una cuerda por el cue­llo del toro y se lo llevó.
El toro se dejó llevar dócilmente. El ladrón cruzó una co­rriente de agua, subió una oscura colina y se adentró en un bosque de pinos. De repente, llegando al límite del bosque, vio una luz rojiza a través de las ramas. Imposible equivocarse, aquella luz era la del brujo Azola Shetan, quien había establecido su morada por aquellos lares.
El ladrón, había oído hablar de los extraños poderes de aquel ermitaño. Podía leer los secretos de los corazones y mandar sobre la materia inerte. Así pues, no se atrevió a seguir por esa senda y esperando a que el toro no hicie­se ningún ruido, desvió sus pasos hacia un sendero mucho más arduo que el que tomó en principio. De vez en cuando se golpeaba contra los troncos de los árboles y oía la res­piración del toro detrás de él.
Pero al llegar al límite del bosque ¡Vio la misma luz roja! El ladrón se estremeció y pensó: «Quizás sea el brujo». Entonces se calmó y finalmente se dijo que había estado caminando en círculos, sin darse cuenta.
Retornó su camino en la profunda oscuridad del bosque. Siguió senderos desconocidos, se desgarró la ropa con las espinas, se hirió y de repente, se encontró al borde de un preci­picio, las piedras corrían bajo sus pies, tuvo que agarrarse a la cuerda del animal para no caer al abismo, volvió a caminar, le pa­reció distinguir a través de los árboles una montaña que conocía, enloqueció, finalmente vio el límite del bosque. Y allí, como an­tes, vio la luz roja del brujo, que brillaba.
Entrando en pánico y sin soltar la cuerda del toro, volvió a sumer­girse en el corazón del bosque, despavorido, perdido, jadeante. Se tocaba los brazos y la cabeza para asegurarse de que no era un sueño. Luego, se puso a correr para escapar a su miedo. Y oyó una voz que le preguntaba, detrás, muy cerca:

-          ¿Hacia dónde corres?

Sin ánimos de voltear y sin soltar la cuerda, corrió hasta quedar sin aliento. La sangre brotaba de sus heridas. Cuando se detuvo, asfixiado, oyó la misma voz tran­quila que le preguntaba, muy cerca:

-          ¿Hacia dónde corres? ¿De qué huyes?

El ladrón se quedó inmóvil con la mirada clavada en el vacío. Sabía que no podía ir más lejos. También supo que podría librarse de aquello que le acechaba. Lentamente, se dio la vuelta.
Vio a Azola detrás de él, de pie, los brazos cruzados. La cuer­da del toro estaba alrededor de su cuello. Una luz roja brillaba al­rededor de su mirada.
El ladrón cayó de rodillas y su mano soltó la cuerda.
De Miros Kubal nunca se supo nada más, sin embargo el dueño del establo cuenta haber visto por las noches, cerca a sus tierras, un toro malherido y sin dueño.


Y así, mi palabra, fue rodando como piedra en torrente. He narrado para la memoria de la buena gente.

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