MI ARBOL Y YO

Autor: J. J. Nuñez


La primavera llegó y en sus copas, los primeros brotes de hojas nuevas, asomaban. Daerán jugaba bajo la copa de “su árbol” – como así lo llamaba. – junto a su pequeño hermano, Finn, mientras, su madre, les miraba entretenida desde el patio trasero.
Cuando su padre regresó a casa, ambos corrieron a darle la bienvenida y luego le alentaron  a cumplir con lo prometido: un columpio.
Y así lo hizo.
Pasaron los días y los meses, y de aquel árbol salieron unas hermosas flores de color carmín, vistiéndose de fiesta y alegría. Entre sus ramas un nido de pájaros acunaba a unos pequeños polluelos que, piaban reclamando el alimento que sus padres salían a buscar. Daerán y Finn corrían siempre a dejarles en un platito, algunos granos de trigo y un poco de agua. Luego se divertían jugando, como siempre, a la sombra del “árbol de Daerán”, con el columpio que papá, había puesto para ellos.
Al llegar el otoño, el árbol entristecía. Las flores, que en verano se convirtieron en deliciosos frutos, estaban ausentes. Las hojas, en cambio, ahora de un color anaranjado, se aventaban resueltamente al suelo, cual gotas de lluvia.
El invierno llegó junto con la nieve. Tanto las ramas como el tronco, lucían leñosos y sin vida. Un grupo de tejones, reemplazaron a los pájaros. Ellos se acomodaron entre sus raíces e hicieron de aquel espacio, su breve hogar, hasta la venida de la primavera. Mientras Daeran y Finn, hacían un hombrecito de nieve para que hiciera compañía al “gran amigo”.
Bajo la sombra del árbol, la infancia fue mágica para los pequeños hijos del labrador y su mujer. Con los años, Daerán y Finn crecieron y el árbol parecía contemplarles desde la colina, esperándoles volver con sus risas y sueños de descubrir la vida. Pero otro invierno llegaba. Los chicos, ahora iban al pueblo a buscar a sus nuevos amigos, a seguir con el círculo de la vida y hallar con sus pasos, nuevos caminos, alejándose así, de su infancia.
Transcurrieron varios años y los niños se hicieron jóvenes. Ambos se fueron de casa y el árbol perteneció al olvido. Solo el viento parecía jugar con el columpio. El mismo que alguna vez, su padre, ahora con sus cabellos llenos de inviernos y andar cansado, les regalara. Quizás, tenía la esperanza de que el tiempo se detuviera en aquellos días. En los días que, sus pequeños bañaban con la luz de sus sonrisas, la casa, la colina y todo cuanto ahora, habían quedado en silencio.
Una nueva primavera llegó y con ella, Daerán, su esposa y sus tres hijos. La vida regresó al mismo punto en que partió. Hubo algarabía en la casa. Los felices abuelos, despertaron sus sonrisas dormidas entre risas y cantos. En tanto, los tres pequeñines, al ver al árbol, corrieron velozmente hacia él. O, hacia el columpio. Las risas, los sueños, la luz habían regresado por fin.
Daerán, salió de la casa por un momento para ver a sus hijos y al verlos felices jugando, se acercó lentamente a “su árbol”. Recordó cada uno de los días de su infancia, como si fueran frescos recuerdos del día de ayer. No pudo contener las lágrimas de emoción, al ver a sus tres pequeños, abrazar el tronco del árbol, diciéndole:

-          Tú eres nuestro árbol. –


A mi árbol. Donde quiera que esté.

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